
Avanzaron un paso y, en la misma acera estaban de cara al sol
la secretaria y el jefe, el del aseo, el cartero, el chofer y su pasajero, el obrero que sonríe.
Laterales, a viva voz, tampoco se escondían la cocinera y la mucama, el cajero con su ironía, las putas, las tías melindrosas y dignas.
Un silente sordomudo abanicó sus carteles, se hizo notar tanto como el policía, el mensajero y el guía, el motociclista, audaz y comprometido, la asistente, el ingeniero, un contable sin contaduría.
Tras aquellos árboles deambularon cerca el cineasta, el vendedor y toda una cuadrilla.
No escapó a la multitud el cerrajero, el plomero y un mecánico sin ayudante, el limpiador de los vidrios, la arquitecta y a su lado, el monaguillo.
Con movimientos y acordes les seguía el músico, el trompetista y la bailarina.
El regente, las conserjes, el vigilante, padres, hermanos, hijos y tías.
Asistió hasta la propia característica, sin distinciones ni rangos, donde las sombras se unieron en una sola caricia, a ese paso en el que, al tropezar se puede hasta recibir una sonrisa y cualquier diferencia se torna en unión repleta de adrenalina.
El silencio es una de las peores dagas, tal como la mordaza obligada, reprimida, el miedo.
El aprendizaje cumplió su tiempo de espera, nos graduamos de ingenuos.
La graduación está próxima.
Ya NO más.